La
asimilación de valores por parte de los hijos se produce a partir de dos
procesos de actuación que los padres podemos ofrecer de manera
correlativa. Un proceso de inmersión cuando son pequeños, en el que
nuestro ejemplo de padres les induce a imitar nuestra conducta, y un
proceso de convicción intelectual, cuando empiezan a ser mayores, en el
cual se les convence por la fuerza de la razón, mediante el diálogo.
Todas las personas, de manera más o menos consciente, disponemos de
una amplia relación de cosas que consideramos valiosas y por las que
estamos dispuestos a esforzarnos y a perseverar. Todas esas cosas
(bienes, actitudes, maneras de actuar, ideas...) son lo que llamamos
valores. Son especialmente importantes porque son los indicadores que
rigen nuestra conducta.
Seguramente a todos los padres nos gustaría que nuestros hijos
compartieran con nosotros esa valoración de las cosas, que asumieran los
valores que nosotros consideramos importantes. Nos da miedo que se
equivoquen en algo tan importante, que consideren alguna cosa como algo
valioso y apetecible, y que en realidad no sea más que un espejismo.
¿Hay alguna manera de asegurar que mi hijo asuma unos valores realmente valiosos? O dicho de otra manera, ¿puedo enseñar a mi hijo a apreciar los mismos valores que a mí me parecen importantes?
La respuesta es que sí, aunque naturalmente no se puede asegurar
completamente. Se puede afirmar que, si se intenta de manera coherente,
los resultados son apreciables. Por otro lado también conviene
asegurarse de que los valores que tenemos son realmente lo mejor que
podemos ofrecerle.
Como es lógico, es del todo imposible tener la certeza de que los
valores que consideramos primordiales son tan importantes como nos
parece. Pero como mínimo, debemos valorar nuestra propia coherencia.
Puede ocurrir, por ejemplo, que pensemos que es muy importante ayudar a
los demás y colaborar con ellos y luego llegamos a casa y dejamos que
nuestra pareja haga todas las tareas mientras nosotros "descansamos del
duro trabajo". Si nuestra conducta no se adapta a nuestra escala de
valores, revisemos nuestra conducta o nuestra escala de valores y
cambiemos alguna de las dos. Generalmente debería ser nuestra conducta
lo que tendríamos que cambiar.
Una vez decididos los valores que vamos a enseñar, veamos cómo hacerlo. Básicamente hay dos procesos para conseguirlo: la inmersión y la convicción intelectual.
- Inmersión
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Referido a la educación de los valores, "inmersión" se refiere a hacer
que nuestro hijo esté, desde el primer momento en que llegó a nuestra
familia, inmerso en un ambiente en que nuestras maneras de actuar dan testimonio de los valores que intentamos comunicar.
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Los niños, desde el primer momento, actúan imitando las conductas y actitudes que ven a su alrededor.
Mas tarde, a través del lenguaje, llegan a comprender las razones por
las que sus padres actúan así. De este modo, la manera de actuar de los
padres y las razones por las que lo hacen, conforman una especie de
fluido que envuelve al niño y que penetra dentro de su inteligencia y de
los hábitos que va adquiriendo. Y casi sin pro ponérnoslo, va asumiendo
nuestros valores. Estoy hablando del ejemplo que damos el padre y la
madre al unísono y que es muy significativo cuando los hijos son
pequeños.
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Pero en realidad no está todo resuelto, ni mucho menos. El fluido
ambiental que rodea a nuestros hijos no es únicamente el ejemplo de los
padres. Hay otros muchos ejemplos e influencias que flotan en el ambiente
(gran familia, amigos, compañeros, profesores, medios de
comunicación...) y que también penetrarán en la inteligencia de nuestro
hijo y en los modos de actuar que imita. Y como quizás muchos de esos
ejemplos e influencias sean negativos nos preguntamos si podemos hacer
algo para minimizar su influencia. Sin lugar a dudas la respuesta es sí.
Podemos hacer como mínimo cuatro cosas:
- Dedicar el máximo tiempo posible a la convivencia familiar,
con la intención de que, cuanto mayor sea el tiempo de convivencia
familiar, menor influencia ejercerán otros ejemplos. Hay que aprovechar
cuando nuestros hijos son pequeños y tienen menos autonomía para
frecuentar otros ambientes.
- Estrechar nuestras relaciones afectivas con ellos. El ejemplo
es mucho más decisivo cuanto más importe a los niños la persona que lo
ofrece. Será, por lo tanto muy importante mostrarle nuestro cariño y
aceptación habitualmente.
- Enjuiciar las actuaciones o afirmaciones de otros cuando contradigan nuestros propios valores, eso sí, con respeto. Ya que no podemos evitarlos, al menos presentemos ante sus ojos elementos críticos.
- Desarrollar en nuestros hijos hábitos de conducta relacionados con valores importantes.
Estos hábitos son especialmente importantes en los seis o siete
primeros años. Durante esos años podrá aceptar sin dificultad las
conductas que le proponemos los padres por la confianza que deposita en
nosotros. Así, cuando tenga más edad podrá relacionar su modo habitual
de comportarse con los valores que entraña. Entonces el mismo hábito
formará parte del ambiente que le rodea por lo que le será más fácil
aceptar como bueno algo que le resulta muy familiar.
- La convicción intelectual
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No es otra cosa que apreciar algo como bueno, conveniente o útil para sí mismo o para los demás mediante el razonamiento lógico.
Es un recurso que se puede utilizar cuando nuestros hijos son un poco
mayores, cuando, paralelamente a su llegada a la adolescencia, comienzan
a tener recursos intelectuales suficientes para establecer relaciones
entre distintos valores y para deducir las posibles causas y
consecuencias de las diferentes maneras de comportarse.
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La manera de entrenar su capacidad de razonamiento y, con ella, la de apreciar los valores más importantes será mediante el diálogo y el debate de ideas.
En este momento en que los hijos empiezan a percibir que no somos las
personas perfectas y todopoderosas que imaginaban cuando niños, es la
ocasión de enseñarles a apreciar los valores, no ya por la confianza que
les inspirábamos sino por la fuerza de la lógica.
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